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lunes, 3 de marzo de 2014

La melancolía y sus frutos

Es un hecho comprobable que, si se mira por la ventana en los días de lluvia inquieta, se puede detectar perfectamente un tipo de melancolía que aparece siempre con ella. Frecuente o no, ésta sólo se percibe con la suficiente atención y calma, puesto que su efímera manera de manifestarse es producto de la timidez que la acompaña. Y, aunque tenue, cualquiera que se pare a observarla también comprobará lo intenso de su caída. Nada que ver con esas tardes de verano abrasador en las que las ideas se derriten con espantosa lentitud y se ralentizan tanto los sentidos que lo único que provocan es desesperación y ansias de salir huyendo.
Quien ignore este sentimiento, que en definitiva, más que sentimiento es un estado de ánimo, hará bien en permanecer en su ignorancia si pretende esquivar el peso que éste atribuye al alma.
Perdónenme si, en mi pequeña introducción, he olvidado mencionar el nombre concreto de la melancolía de la que hablamos. A mí personalmente, me gusta llamarla 'insano golpe de caos'. 
Procedo, dicho ésto, a su explicación.
En primer lugar, estará de acuerdo conmigo todo aquel que la haya sentido en su fuero interno alguna vez, todo el que haya tenido la suerte (o la desgracia) de verla nacer, caer y autodestruirse para más tarde renacer de nuevo, que se la puede tachar de insana sin ningún reparo, pues ocurre casi siempre que, pasado un tiempo de su observación directa, se sigue deseando con fuerza volver a envolverse en su desidia reparadora y letal. Se asume, cualquier día, en cualquier momento, que dicha melancolía es necesaria para la existencia venidera como si su propia muerte provocada sea razón suficiente para desear nacer de nuevo. Y ésto, repito, cualquiera que lo haya sentido, no negará que se convierte en una sensación adherida al espíritu desde el instante en el que se la percibe por primera vez. Insana, como una droga, que hace perder la razón a todo el que osa probarla. Insana, en definitiva, porque su propia forma y movimiento anulan sin vuelta de hoja nuestra capacidad de decisión, sometiéndonos de manera eterna e irrevocable a su afilado peso de cuchilla.
Seguidamente, podríamos hablar de golpe y de caos, dos palabras unidas a la anterior en perfecta desarmonía. Golpe, principalmente por su caída sobre el alma y el entendimiento, y caos, por el efecto que el propio golpe produce.

Y bien, establecido el significado del nombre concreto que le atribuímos a este tipo de melancolía, podremos proceder a comprobarlo en la propia carne. Aunque, me reitero, nadie en su sano juicio desearía por nada del mundo caer en la trampa que ésta sensación supone, tan dulce y tierna en sus comienzos, tan inofensiva en apariencia, y tan letal cuando consigue atrapar a sus víctimas. Y es que nuestro insano golpe de caos se alimenta gracias a las personas que lo sufren, y que confunden la sensación de paz con la mezcla de regocijo e inquietud pesada que éste produce.

Os lo dice una que se pierde en sus abismos cada vez que escucha y observa las gotas de lluvia caer, cuando huele a tierra mojada, cuando pasea solitaria y se camufla en sí misma bajo la apariencia de normalidad que se espera descubrir en su presencia. Os lo dice, una que ya está perdida.

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